26/10/09

COMO TE LLAMAS

El otro día escuché a una madre llamar a gritos a su hija que se alejaba corriendo. La chica respondió al nombre de Toshiba. Al principio creí que se trataba de una forma cariñosa de señalar el comportamiento veloz de ésta en forma de metáfora, aunque algo me chirriaría cuando me quedé atenta a la escena. La niña se acercó y el padre le recriminó con gesto tosco: “Toshiba Nerea, ten cuidado con la carretera, que pasan coches.” Fue ahí cuando ya me paré descaradamente a observarles. Tal era mi asombro que estaba por encima de cualquier sentimiento de pudor porque se dieran cuenta de mi intromisión.
En ese momento, mientras me sentía inmersa en esa viñeta surrealista, no podía evitar pensar qué tipo de cosas podíamos tener las personas en la cabeza ante la venida de un nuevo ser a la vida. En este caso, a mi me gusta imaginar a esta pareja en el salón de su casa, y mientras la madre busca nombre para su retoño en un libro realizado para tal función el voluntarioso papá está viendo las carreras de motos, que es su gran pasión. Ella le pregunta y él responde de forma automática el dichoso nombre, que la madre asume sin filtro llevada por la emoción de ver a su marido decidir algo por primera vez en su dilatadísima (más de lo deseable) relación. Al menos me hace gracia pensarlo así, pues la otra alternativa me da más pena, ya que significaría que la hostilidad de estos papás puede llegar a límites insospechados.
Esto me hace acordarme de cuando iba al colegio. En mi clase había dos gemelos a los que habían llamado Caín y Abel. El primero era un torbellino y el segundo más bueno que el pan. Fue ahí cuando empecé a pensar lo mucho que condicionan las palabras y cómo nombramos las cosas y a las personas, y cuánta responsabilidad tenemos en ello.

5/10/09

APRENDER A PERDER

Quién no ha escuchado en algún momento eso de que “hay que saber perder”. Sobre todo aplicado al juego en el que participan varias personas y hay siempre uno que lleva mal el no haber ganado y lo expresa abiertamente sin pudor mientras hay otro que se lo reprocha tachándolo de “mal perdedor”.

Todo el mundo entiende que desde que nacemos estamos avocados a padecer frustraciones y pérdidas, y que de alguna manera hay que inmunizarse pasando por ellos para sufrir menos en un futuro. Me acuerdo de mi abuelo que hacía mucho hincapié en que no dejáramos ganar siempre a mi primo pequeño cuando jugábamos a las cartas. Ahora entiendo por qué. Pero aún así, intentamos evitar el dolor y evitárselo a los que queremos, sin saber cuánto daño hacemos (y nos hacemos) con ello.

Huimos del dolor de la pérdida y lo hemos aprendido a hacer desde pequeños. No sabemos perder, no podemos perder, quizás porque esperamos hacerlo sin pasarlo mal o pensamos que no podremos soportar el dolor. No nos han enseñado a afrontar la pena con serenidad, con dignidad, sin hacer dramas ni salir despavoridos. La cultura de la evitación del dolor nos ha hecho más vulnerables.

Esto tiene graves consecuencias. Creo que este hecho tiene mucho peso en la ecuación que acaba despejándose con malas dinámicas relacionales de pareja. Tanto él como ella intentan huir del dolor de la pérdida, y por no asumir que la relación ha llegado a su fin o que no funciona, se instaura una batalla (interna y externa) contra lo inevitable, que se salda en muchos casos con situaciones violentas y en el mejor de los casos mantiene una agónica relación que hace tiempo debía haberse cerrado.

En este sentido, desde mi posición de eterna aprendiz de perdedora abogo por la valentía del que en el proceso de perder acaba ganando.

P.D: Enhorabuena a los valientes, y a disfrutar de las sorpresas que da la vida…